Escuché una canción vieja de Juanes... Yo sé, yo sé... escucho los engranes mentales que te gritan "¡ignominia!" y desaprueban que sigas leyendo. No importa, me gusta esa canción, me da una imágen muy específica. Tomé esa fotografía y le hize un pequeño cuento.
Guardián-
Antes de entrar prendo un cigarro. Lo fumo con la cabeza gacha para que el humo trabaje en mis ojos. El ardor me nubla la vista, pero es lo que quiero, una fina capa acuosa en mis pupilas, un leve color rosado que visto desde cerca se revela como cientos de vasos sanguíneos expuestos.
Armado con mi falsa tarde de llanto en los ojos, entro a las capillas. Negro por todas partes; un olor a flores concentrado se mezcla con el almizcle de dolientes durmiendo sentados. El lago oscuro de gente no se inmuta con el intruso, el dolor y el morbo me protegen por un momento, hasta que el rebaño sediento de conversación renovada se da cuenta de la fragancia recién añadida a los vapores que se maridan en el techo y que bajan con el aire acondicionado. Varias miradas de rojos verdaderos buscan en mi cara un consuelo nuevo que no puedo entregar, simplemente, por que soy ajeno al grupo, no los conozco. No he visto a ninguna de estas personas en mi vida salvo una, el maniquí detrás del vidrio que modela la ausencia espiritual transformada en negros en la ropa, rojo en los ojos y cansancio en el maquillaje. Una moda de siglos en estos eventos.
Yo solo vengo a una cosa y me muevo sigiloso entre las sillas ocupadas. Veo la que, seguramente, es la madre resignada con una mujer más joven de sollozos incontrolables, hermana o esposa, ¿qué importa? Les paso cerca y no dejo de sentir casi al mismo tiempo ambos polos sentimentales de remordimiento y felicidad, como un péndulo metafísico que aparece y desaparece.
Ahí está la caja negra con herrajes plateados, el banquillo para hincarse es de vinil tinto intenso. Sigo adelante; internándome en la tierra de nadie que es la antesala del féretro, nadie me pregunta quien soy, nadie me reclama las lágrimas. Sin verlo, hundo las rodillas en el cojincillo del reclinatorio. Fingo las manos del que reza y mis dedos aparecen en dos líneas paralelas de montículos desgarrados por la intensidad del odio. Subo los ojos y lo veo, un maquillaje de muñeco de porcelana le cambia el rostro. Eso más que nada me da coraje; nadie puede ver las marcas de mis nudillos en sus pómulos reconstruidos, no se ven los vacíos que esculpí debajo de sus labios pintados. Entiendo que el tajo en el vientre se esconda entre la mortaja de gala, pero, mis huellas en su cara? Mis marcas de acuarela púrpura en su garganta donde están?
Después de un momento de fotos mentales, la capa de polvos rosados me convence de la ausencia de vida. Me levanto y mientras salgo sin parsimonia y sin duelo me formo la imágen de esta noche: mi hija acurrucada en mi regazo y yo le canto bajito "Esta noche te prometo que no vendrán, ni dragones ni fantasmas a molestar, hasta que tus ojos vuelvas a abrir. Duérmete mi amor que aquí estaré yo". Las pupilas acuosas son sinceras y la vigilia verdadera.
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