Sonámbulo.

Nocturna la hora de negrura intensa.
Camino plateado de arena blanca;
en la oscuridad.
De azul obsidiana se mecen los árboles,
silvando baladas pintadas de vals.
En la oscuridad.

Antes de entrar a la regadera en un día lluvioso.

La posibilidad de existir bajo la lluvia, de ser impermeable (o semi, o cuasi), lo siento como un regalo de la evolución. Somos bolsas peludas llenas de sangre y tejido, huesos, ácidos y desperdicios. Del posible caos de células se forman mecanismos que se interconectan en una compleja red de procesos. Somos máquinas hechas de células vivas, de pequeñas partes sin conciencia que solo sirven para que el cerebro disfrute la capacidad de moverse, experimentar y sentir. No estoy consciente de mi hígado, del páncreas, del hipotálamo, de las venas y arterias en su perfecta arquitectura, ni si quiera pienso en lo que me hace pensar. Todo es una estructura de apoyo para habitar un raciocinio que se acepta como unidad, que ha evolucionado con la idea de tener un cuerpo y que esa fisicalidad lo define. Si las leyes que rigen a los seres vivos me permitieran vivir sin estómago, ¿lo haría? 

Entiendo el placer como una necesidad, no por el placer mismo, pero como una herramienta de supervivencia. Comer, copular, dormir, incluso evacuar es placentero. En nuestra infinita necesidad de complicarnos hemos aprendido a desvirtuar el placer por el placer mismo. Evolución, te salió el tiro por la culata: somos gordos, adictos al sexo (la mayoría del tiempo esto ni si quiera involucra contacto con otro ser vivo), sedentarios y enfermos mentales. Ni si quiera me meto con los placeres que nos inventamos y que añadimos a la lista equiparándolos con los diseñados para poder funcionar.

No me quiero complicar, pero el placer de poder sentir la lluvia, de escucharla, de dejar que te cambie la temperatura corporal literalmente a gotas, ¿quién se lo inventó? ¿qué referente tendremos en el subconsciente?

También puede ser que el arquitecto del proceso evolutivo me está gritando: ¡BÁÑATE!